Convocatoria N°35
Convocatoria
Actuel Marx/Intervenciones N°35
—Primer semestre 2025—
Recepción de los artículos hasta el 15 de diciembre 2024
Consultas y envíos: actuelmarxint@gmail.com
flabian.nievas@gmail.com
capote@granma.cu
robertmerinojor@gmail.com
Las mutaciones de la guerra: las formas de la violencia organizada, en el siglo XXI.
Las guerras son un fenómeno social recurrente que conjuga dos extremos: por un lado, la máxima brutalidad y capacidad de destrucción, para la que, en sentido opuesto, se emplea la mayor racionalidad y el mayor despliegue científico y tecnológico, a la vez que se empeña la mayor voluntad colectiva de los grupos humanos involucrados, que desarrollan en ella sus mayores esfuerzos. Es un fenómeno de difícil abordaje, toda vez que corrientemente es atrapada por la moral y la estética: se la concibe como un fenómeno negativo, repudiable y horrendo. Por muy ciertas que sean estas apreciaciones, tales calificaciones nublan el entendimiento. Siempre que nos enfrentamos a un fenómeno bélico, debemos tener presente que se trata de un clivaje geopolítico, de una cesura histórica y, contradictoria y complementariamente, también de un punto de encuentro entre dos o más grupos, punto en el que se dirimen relaciones de fuerzas entre los mismos. Indisociable de la política, establece y corrompe órdenes sociales, equilibrios históricos, estructuras morales.
Inscripta en los albores de nuestra conformación como especie, Canetti no dudaba en considerarla como una de las cuatro expresiones de la muta, ese primer colectivo humano: la muta de guerra, devenida de la muta de caza, pero con increíble cohesión y arrojo.
Aunque pueda parecer una ironía, toda guerra es una forma particular y temporal de vinculación entre grupos humanos; y, en líneas generales, pueden ser divididas en dos grandes tipos: las que se desarrollan intra-civilización y las inter-civilizaciones. Las primeras han generado ciertas regulaciones que tienden a restringir el uso de la fuerza, como una manera de preservar la civilización de que se trate mediante esos acuerdos; pero tales restricciones cesan cuando el otro no es reconocido como un par civilizado.
Durante la Edad Media europea, la fragmentación política azuzaba a los pequeños, medianos y grandes señores a combatir casi de manera permanente para ampliar, sostener o recuperar parte de su poder, que se expresaba en la extensión territorial de sus dominios. La guerra era una actividad continua, no permanente pero sí un fenómeno recurrente y, por lo tanto, esperable, un fenómeno incorporado como contingencia de la cotidianeidad. Se intentó expulsarla, como a la peste, y se sucedieron las cruzadas a Oriente Medio, y también a la región báltica, para echar infieles y, no menos importante, pacificar internamente el continente, donde, además, surgían intentos regulatorios, como la “Paz de Dios” y luego la “Tregua de Dios”. Pero todo fue infructuoso hasta que, en 1648, con los tratados de paz de Westfalia que ponían fin a la Guerra de los Treinta Años, se establecieron los pilares del nuevo sistema interestatal que nos condujo a poder diferenciar nítidamente situaciones de “guerra” y de “paz”. Se construyen, también a partir de entonces, dos ámbitos de violencia: la interestatal, legítima (guerras) y la intraestatal, ilegítima (delitos). Sobre esta estructuración de la violencia colectiva hemos conformado nuestras ideas y percepciones de la misma.
Durante tres siglos esta fue la forma hegemónica, al punto que llegó a concebirse que era posible la guerra sin derramamiento de sangre. Tal fue la idea de von Büllow, el general prusiano que suponía que mediante maniobras se podía llegar a una conclusión lógica de quién estaba en condición de superioridad, lo que tornaría innecesarias las batallas. Sin embargo, las batallas no dejaron de sucederse, siguiendo un esquema relativamente rígido de formaciones de líneas y columnas, no muy evolucionadas respecto de las renacentistas que analizaba Nicolás Maquiavelo en su crítica al modelo de ejércitos mercenarios. Con la llegada de las guerras napoleónicas este modelo llega a su cénit, lo que estimula el genio de un miliar prusiano de segundo orden: Carl von Clausewitz, quien reflexiona y escribe un tratado que se publicará póstumamente bajo el título de Von Krieg (De la guerra), que se constituyó en la teoría, hoy clásica, de la beligerancia. Cierto es que hubo excepciones en este largo período, como los irregulares que atacaban a las tropas napoleónicas durante su ocupación del Reino de España, y que como no podían ser consideradas de envergadura y, por consiguiente, incapaces de desarrollar una guerra, su actividad fue catalogada como “guerrilla”, o “pequeña guerra”, algo menor, ya que no era desarrollada por una fuerza estatal.
Sobre esta experiencia reflexionó, un siglo después, el jurista alemán Carl Schmitt, desarrollando la teoría del partisano en una serie de conferencias en España que fueron publicadas en 1963. Pero lo que motivó esa preocupación fue algo que percibió en una guerra mucho más cercana en el tiempo: la Segunda Guerra Mundial (o parte final de la Segunda Guerra de los Treinta Años), que a la vez que desplegó el máximo potencial de las fuerzas armadas estatales, también vio aflorar con singular importancia a formaciones no estatales, en algunos casos con carácter decisivo, como por ejemplo en los Balcanes, con los Ustachas aliados al Eje, que fueron parte del mecanismo del exterminio y destrucción y las fuerzas comandadas por Tito, que liberaron el yugo invasor y conformaron el país de los eslavos: Yugoslavia. Formaciones guerrilleras combatieron para ambos bandos en todos los escenarios terrestres, pero por magnitud e importancia política las más relevantes fueron las dirigidas por los comunistas. Las consecuencias de esta circunstancia tuvieron prolongados efectos posteriores.
La ocupación japonesa de buena parte de Asia llevó a la formación de grupos de resistencia, incluso allí donde la población sufría la opresión colonial desplazada por los nipones. Uno de estos lugares era Indochina, la colonia francesa en el sudeste asiático. La resistencia local expulsó a los japoneses, y se enfrentó a los franceses que pretendían reestablecerse como potencia colonial. La guerra entre el Viet Minh y Francia culminó, tras una década, en la partición de Vietnam en un norte comunista y un sur capitalista, y en la independencia de Laos y Camboya, quedando así desintegrada la Indochina francesa. El ejemplo del Viet Minh se multiplicó: el Viet Cong en el sur, el FLN en Argelia, el Movimiento 26 de Julio en Cuba, la guerrilla malaya, y un largo etcétera. La matriz de la guerra había mutado.
Durante las décadas de 1950 a 1970 la guerra de guerrillas no solo fue la práctica bélica más extendida, combinando los juegos de la Guerra Fría con la liberación nacional de pueblos sometidos al colonialismo europeo. Las guerras desarrolladas en ese período fueron, en líneas generales, de emancipación. A las tácticas impulsadas por Ernesto “Che” Guevara le sucedieron las de guerrilla urbana, que —particularmente en Europa— devinieron en ocasiones en terrorismo.
El terrorismo es una forma de beligerancia hoy particularmente estigmatizada. Para quienes la consideran innoble cabe recordar la anécdota rescatada por el coronel Roger Trinquier, uno de los organizadores de la represión en Argelia: cuenta que habiendo capturado a un miliciano del Frente de Liberación, se lo interroga acerca de una bomba que había puesto en un local de Argel, a lo que éste respondió que tuvo que hacerlo personalmente ya que carecía de los aviones con los que el régimen colonial bombardeaba sus aldeas. Contra la mirada del terrorismo como algo irracional, la politóloga Martha Creenshaw contrapone esta práctica como una opción estratégica tan válida como cualquier otra. En la cultura de izquierda fue Lenin, en su libelo “Guerra de guerrillas”, quien sostuvo que cualquier método puede ser válido, dependiendo de las condiciones en que se emplee.
No obstante, dado que el terrorismo se originó como práctica estatal, con los jacobinos, siempre está abierto el debate acerca de si puede haber un terrorismo que no sea estatal, habida cuenta que el mantener una población aterrorizada requiere de un aparato político-militar de una envergadura que solo los Estados pueden tener. Esta cuestión, además, quedó atravesada por el carácter de clase del terrorismo, que salió a la luz con la enriquecedora disputa entre Kautsky y Trotski respecto del “terror rojo”, en los inicios de la revolución rusa.
Todo esto quedó sepultado tras el ataque a Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 que, sin cambiar el curso de los acontecimientos, como muchos sostienen, sí es cierto que catalizó muchas de las tendencias que ya estaban operando tenuemente, y brindó la cobertura ideológica y política para desmontar buena parte de la construcción moderna de la regulación de la violencia. La distinción entre guerra y paz, que por inercia intelectual todavía sostenemos, se verifica cada vez con mayor dificultad en la práctica social. La llamada “guerra contra el terrorismo” (más allá de la absurda pretensión de combatir un método y no un enemigo) fue la forma de desmontar las garantías ciudadanas que se fueron constituyendo a lo largo de la Modernidad. La paradoja es que, para realizar una transformación tan radical, se apeló al terrorismo: solo bajo la acción del terror infundido por el gobierno respecto del potencial peligro al que se hallaba expuesta la población, esta aceptó la clausura de esos derechos elementales. La llamada Patriot Act fue el instrumento para ese desmontaje, a partir del cual se instauró abierta, legal y aceptadamente espiar a la población (Snowden), la censura, el control de movimientos generalizado (algo potenciado por el desarrollo de dispositivos de uso personal, como lo expuso la socióloga Shoshana Zuboff), el secuestro selectivo (Guantánamo), la tortura y la eventual eliminación física (asesinatos selectivos). Un jurista alemán, Günther Jakobs, sintetizó las nuevas coordenadas jurídicas, al que denominó derecho penal del enemigo: principio de culpabilidad, en vez del de inocencia; desproporcionalidad de las penas, flexibilización de las garantías procesales. Esto significa, en palabras del fundador del derecho penal moderno, Cesare Beccaria, una guerra del Estado contra la población.
A partir de este momento, de esta inflexión histórica, se desmadran las estructuras de la violencia colectiva. La guerra ya no es lo opuesto a la paz, sino que ambos son extremos de un continuo en el que se recorren diferentes escalas de conflictividad y violencia, continuo en el que es casi imposible distinguir “guerra” de “paz”. Esto queda más claro si uno se pregunta por el carácter de los enfrentamientos en los que cientos de chilenos perdieron sus ojos debido a los disparos de los Carabineros: suena tan desatinado decir que fueron situaciones pacíficas como decir que fueron parte de una guerra. Las situaciones en Ecuador, o en Perú, por poner otros ejemplos cercanos, distan de poder encuadrarse en esa dicotomía. La materialización de esta creciente indistinción se observa en el desarrollo (y utilización) del llamado “armamento no letal”, que se utiliza tanto en fuerzas policiales, como de seguridad (donde existen) y militares; y también en la organización táctica de las fuerzas represivas, inspiradas en las formaciones militares antiguas, particularmente en las falanges griegas.
Por supuesto, dado que la historia no es lineal, tenemos la guerra entre la OTAN y Rusia, que se desarrolla en suelo de Ucrania, y en la que se ven tanques de guerra, aviones, cañones y hasta barcos de guerra en el mar Negro. Pero no es atinado suponer que la guerra comenzó en 2022, como es presentado este conflicto por medios de difusión de uno de los bandos, sino que es un proceso que escaló desde el “Euromaidán”, a fines de 2013, hasta la participación abierta de fuerzas rusas a partir de 2022. Y esto nos pone frente a un problema de orden metodológico: ¿cómo estudiar la guerra si, como se dice, la primera víctima de toda guerra es la verdad? En efecto, la información es parte del arsenal bélico. Cada bando difunde sus puntos de vista, interpretaciones e incluso propaganda. Nunca, como en este conflicto, quedó tan a la vista esta circunstancia, la que ya era muy evidente en la guerra del Golfo con la política de “medios asimilados”, pero en el enfrentamiento con Rusia los países occidentales involucrados directamente apelaron a la censura abierta, clausurando canales de información rusos y “cancelando” a periodistas que brindaban opiniones diferentes a las admitidas por la OTAN. Por supuesto, Rusia tiene políticas similares. La movilización emocional, si bien presente en toda guerra, en esta tiene la particularidad de que la intervención gubernamental pasa más inadvertida ya que la retroalimentación del público a través de las redes sociales genera mayores niveles de credibilidad, a la vez que es relativamente sencillo de influenciar y controlar.
En este marco se pusieron en marcha dos limpiezas étnicas: la de población armenia del Alto Karabaj, a mano de los azeríes, sostenidos por los turcos; y el de palestinos, a manos de los israelíes, en particular con el genocidio en desarrollo en la franja de Gaza. En ambos casos, tal limpieza fue precedida de un enfrentamiento armado. En el caso del conflicto armenio-azerí se trató de un enfrentamiento entre fuerzas regulares de Azerbaiyán y de Armenia; en el caso palestino-israelí, entre el grupo Hamas y el Estado de Israel. En ambos conflictos, los bandos con mayor poder (los azeríes y los israelíes) impiden el acceso a organizaciones humanitarias y a la prensa. Los poderosos del mundo (con honrosas excepciones) apañan esta situación.
Pero esos casos representan el extremo visible del fenómeno. Hace un cuarto de siglo los militares chinos Qiao Liang y Wang Xiangsui publicaron Guerra irrestricta en el que advertían que puede ser más devastador para un país sufrir una corrida bancaria que un bombardeo; según ellos, se va reduciendo el espacio del campo de batalla en sentido estricto, en la misma medida en que todo el mundo se va convirtiendo en un campo de batalla, en sentido amplio. Esto ocurre en simultáneo con el empleo de armamentos que hace unas pocas décadas hubiésemos catalogado como de ciencia ficción, como los operados remotamente, los drones, que son tanto aéreos como terrestres y marítimos; o la utilización de ondas electromagnéticas (las llamadas armas escalares) que actúan sobre el cerebro de las personas que están dentro de un determinado radio de acción sin la protección necesaria para neutralizarlas.
Intentando comprender estas transformaciones, desde distintos lugares se ha planteado la visión integradora del fenómeno: tanto el mayor estadounidense Brian Fleming como el general ruso Valeri Gerásimov (actual jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas de la Federación Rusa) teorizan sobre las guerras “híbridas”, que conjugan acciones en niveles no militares con otras de niveles militares irregulares y regulares. Las llamadas “revoluciones de colores”, como las ocurridas en gran parte del fenómeno que se conoció como “primavera árabe” es el primer eslabón de este tipo de guerras. Esta sería la forma más desarrollada actualmente de beligerancia, desanclando así la distinción dicotómica guerra–paz, para reemplazarla por un continuo de conflictividad de menor a mayor intensidad, en el que no hay momentos o situaciones precisas (y mucho menos, jurídicamente establecidos, como lo era la declaración formal de guerra) para establecer delimitaciones. Se trata de modulaciones de la intensidad, que se acentúa o diluye en núcleos de espacio–tiempo. Porque, también debemos tomar nota, la beligerancia ha ido perdiendo restricciones espaciales. La imagen del “campo de batalla” ya se volvió completamente anacrónica, como lo deja bien de manifiesto la llamada “guerra contra el terrorismo”, cuyo teatro de operaciones es prácticamente todo el planeta. Pero aún conflictos que parecieran más localizados, como la guerra en Ucrania, cuando se los analiza más finamente se observa que tiene desplazamientos espaciales, como lo fue el ya mencionado en el Alto Karabaj entre Azerbaiyán (socio de Turquía, miembro de la OTAN) y Armenia, apadrinada políticamente (y asistida militarmente) por Rusia.
Un párrafo específico merece el nivel de violencia alcanzado. Ya desde la Primera Guerra Mundial, cuando se registró la “neurosis de guerra”, el umbral de tolerancia humana a la violencia comenzó a ser superado. Ernst Jünger lo expresó en el título de su famosa novela Tempestades de acero. En la Segunda Guerra Mundial, con el crecimiento del nivel de violencia, hizo humanamente imposible sostener los combates más intensos, por lo que comenzaron a desarrollarse fármacos específicos. La metanfetamina fue intensamente utilizada. La excitación que provoca esta sustancia permitía que se cometieran las atrocidades necesarias para estos niveles de enfrentamiento. Pero, con el tiempo, se advirtió que no era inocuo el consumo de fármacos pro-activos. El estrés postraumático de los excombatientes estadounidenses de Vietnam (donde se incluyó el consumo de marihuana, heroína y derivados) impulsó a buscar formas de morigeración de estos efectos. En 2002 se sintetizó la meritapona, que provoca una amnesia selectiva (actúa sobre los núcleos traumáticos), con lo que se complementa la bioquímica de las atrocidades: metanfetaminas para cometerlas, meritapona para olvidarlas.
Asimismo, desde fines del siglo pasado irrumpieron las empresas militares privadas, una forma social novedosa que remite a los pre-modernos ejércitos privados renacentistas, criticados por Maquiavelo en su Arte de la guerra. Se los suele confundir con mercenarios, pero el mercenario es a la empresa militar privada lo que el artesano es a la gran industria. No solamente es un cambio de escala, sino una organización cualitativamente distinta, y que se ocupa de todos los aspectos militares, desde la beligerancia hasta la logística. Desde la última década del siglo pasado han actuado en todos los conflictos bélicos, en todos los continentes, brindando cobertura a los Estados para evitar sanciones jurídicas. En general son quienes llevan adelante tareas que pueden considerarse crímenes de guerra, como la tortura o el exterminio de prisioneros. Son, por otra parte, una puerta de salida de ingentes cantidades de dinero estatal para convertirse en capital financiero rápidamente.
La magnitud del cambio ocurrido en este último siglo es tal, que se han agregado en poco más de cien años cuatro ámbitos de beligerancia: a los tradicionales, el terrestre y, eventualmente, el marítimo y/o fluvial, se incorporó durante la Primera Guerra Mundial el dominio aéreo; tras la Segunda Guerra Mundial el del espacio exterior (en especial con los satélites artificiales), y, en las últimas décadas, el electromagnético (es decir, tener control o capacidad de incidencia sobre el espectro de las emisiones) y el cibernético (fundamentalmente Internet y drones). Para evaluar los efectos de este último vale recordar el ataque con el gusano informático Stuxnet al programa nuclear iraní en 2010, retrasando su desarrollo en varios años.
Todas estas transformaciones, que suponen y expresan un verdadero cambio civilizatorio, merecen ser abordadas y analizadas por las fuerzas políticas e intelectuales que apuestan por la emancipación humana. La reflexión sobre la violencia organizada, salvo excepciones, siempre ha sido privativa de los poderosos. Entre las excepciones tenemos que mencionar en primer lugar a Friedrich Engels, no en vano apodado “el general”, que fue quien interesó a Marx por la obra de Clausewitz, luego estudiada también por Lenin. Pero siendo estos casos las excepciones, la regla indica que estas cuestiones son de reflexión casi exclusiva de las clases dominantes. Para que ello suceda siempre jugó un papel muy importante el desaliento, el desinterés generado en los intelectuales, particularmente los progresistas y los revolucionarios, quienes suelen percibir estas cuestiones como ajenas y lejanas.
Pero la reestructuración de la violencia colectiva organizada es correspondiente con una transformación de la dominación del capital, que ha pasado de la hegemonía del industrial al financiero. Esta transmutación, en consecuencia, genera la necesidad de pensar las formas de oponerse a su dominio de maneras igualmente novedosas. Oportunamente Lenin había sentenciado que toda revolución es una guerra. Pensar la guerra es, en consecuencia, pensar la revolución. Hace medio siglo Carlos Marighella escribió el famoso “Mini-manual del guerrillero urbano”, una guía práctica para la acción muy conocido en la década del ’70 en toda América Latina e incluso fuera de nuestro continente. Hoy es necesario volver a pensar cómo se ejerce la violencia colectiva, dejando de lado dogmas y visiones románticas de la misma. La crueldad del poder nos convoca a observar y pensar aquello sobre lo que el mismo poder nos ha inoculado el rechazo a ver y reflexionar. Este es el desafío que la Revista Actuel Marx Intervenciones plantea para su Nº 35.
Proponemos los siguientes ejes temático para este dossier:
- ¿Deshumanización de la guerra? Dronización y uso de mediaciones tecnológicas en los conflictos contemporáneos.
- Entre la guerra y la represión: ¿qué espacio hay para las democracias? ¿Es posible sostener un modelo de organización política diseñado para otro mundo?
- Terrorismo: ¿acción de alcance policial o militar? La necesaria revisión del concepto.
- Probabilidades e implicancia de acciones militares en el espacio. Afectaciones en lo cotidiano: desde la telefonía hasta el GPS.
- La intersección entre defensa y seguridad: el crimen organizado, en particular el “narco-terrorismo”: ni enemigo ni delincuente, sino enemigo-delincuente. ¿Fin de la ciudadanía?
- Los carteles de la droga como elementos de choque en la guerra no convencional.
- Validaciones ideológicas del desmontaje de los dispositivos de ciudadanía. El auge de las extremas derechas como forma “suave” de la violencia colectiva.
- Guerra en Ucrania. El expansionismo de la OTAN y los límites que encuentra. Las nuevas configuraciones geopolíticas probables. ¿El comienzo de la irreversible decadencia de Occidente?
- Guerra en Alto Karabaj. Limpieza étnica asociada a la guerra en Ucrania.
- Genocidio palestino. Las nuevas tecnologías de exterminio en campos de concentración a cielo abierto.
- La nueva mercerización: Empresas militares privadas. De Blackwater a la Compañía Wagner y la Hispaniola. ¿Quiénes son?, ¿cómo se organizan?, ¿dónde actúan?, ¿qué hacen?
- Nuevas tácticas represivas: del control a la búsqueda de anulación de la protesta. Las formas suaves de terrorismo de Estado.
- Implicancias sociales de los nuevos desarrollos tecnológicos militares: drones, GPS, Internet, telefonía celular, farmacología.
- La violencia colectiva instalada en el seno de la “sociedad civil”: ¿la sociedad civil asume las nuevas condiciones? ¿Es posible hablar aún de “sociedad civil”?
- La guerra de Yemen y su extensión sobre el mar Rojo. La internacionalización del conflicto. Sus efectos sobre el comercio internacional.
- ¿Cómo enfrentar la violencia organizada contra las masas? Violencia que puede ser tanto estatal como para-estatal.
Actuel Marx Intervenciones
Comité Editorial
NOTA: todas las contribuciones se recepcionarán únicamente siguiendo las «NORMAS DE PUBLICACIÓN» de Actuel Marx/Intervenciones